Es escalofriante cómo hemos banalizado el sufrimiento. A nivel macro, pero también a nivel micro. Ucrania ya es un recuerdo lejano y la costumbre nos ha inmunizado frente a los misiles. Ahora nos estremecen quizá un poco más entre Teherán y Jerusalén, pero la matanza de Gaza es una imagen recurrente mientras preparamos la cena con el televisor de fondo. La teoría de la cercanía, que tanto nos recordaban a los periodistas, se cumple quizá en sucesos más escalofriantes, como puede ser un atentado en la ciudad de al lado o un avión estrellado en el país vecino. Pero hay situaciones de la vida diaria en la que no reparamos en el dolor del otro, porque la vida se impone, las prisas matan y tengo mucho que hacer como para preocuparme. La muerte de un ser querido deja a alguien roto para siempre. Pero creemos que con un mensaje de pésame hemos cumplido. Hay familias que se destruyen por ridículas decisiones de adultos y dejan a niños con heridas para siempre; pero oye, es lo habitual, pasa cada día. No hay que darle tanta importancia. Hay mujeres víctimas de trata en el piso de al lado y hombres sudorosos que las violan. Pero miramos a otro lado. Hay gente muerta en vida a un metro de nosotros.