Ante el suicidio de un sacerdote en Italia: detrás del altar un hombre
En el imaginario parroquial pervive todavía cierta idea del sacerdote como un hombrecillo bonachón, sin dilemas más allá de la ordinaria administración de los problemas de sacristía. Siempre ha sido falso, pero hoy, si cabe, lo es más
Los cuentos de Flannery O’Connor no son fáciles de digerir. Con frecuencia, la gracia se revela de forma violenta, a veces demasiado tarde. A O’Connor le obsesionaban los pavos reales, aves que criaba en su granja de Georgia. Cuando abrían sus inmensas colas, con mil ojos como de libro de Apocalipsis, ella veía la mirada de Dios, a la que nada se le escapa.
El viernes, don Matteo Balzano, un sacerdote de 35 años, organizó una tómbola en la parroquia en la que servía, en Cannobio, un pueblito de 5.000 habitantes al borde de un lago precioso, con sus barcos y unas casas como descolgándose de la montaña, a un tiro de piedra de Suiza, en el Piamonte. Al día siguiente, don Matteo se suicidó.
En Italia ya han corrido ríos de tinta sobre el asunto, tanto en los medios católicos como en la prensa generalista. El obispado —a mi juicio, con buen criterio— no ocultó la causa de la muerte, y los fieles de la diócesis rezan con insistencia, supongo que confusos, por la salvación de este joven pastor. Se ha escrito mucho estos días sobre la salud mental de los sacerdotes. Está muy bien. Sin embargo, todas esas páginas no dicen nada del tormento y de la historia que se adivina en el desenlace.
La verdad es que la vida es jodida y ser hoy sacerdote de Jesucristo no es nada fácil. Me impresionó el prólogo de Castidad, de Erik Varden, en el que el obispo noruego cuenta cómo un día le escupieron por la calle después de llamarle pederasta. Tal vez en el imaginario parroquial pervive todavía cierta idea del sacerdote como un hombrecillo bonachón, sin dilemas más allá de la ordinaria administración de los problemas de sacristía: si fulanita leerá el salmo el día de la fiesta, cómo se reparten los gastos florales para las comuniones. Eso siempre ha sido falso, pero hoy, si cabe, lo es más.
Miro la fotografía de don Matteo. Su barba oscura bien perfilada, sus ojos hundidos y atentos, su nariz griega. Los labios en tensión. El alba. La estola.Es un misterio. Sin embargo, se perfilan los contornos de una historia. ¿Por qué lo deja todo un hombre? Por una llamada; por una mirada. A partir de ese punto gravitacional, la vida consiste en tratar de corresponder al amor. De estar a la altura. Nadie está nunca a la altura, por supuesto. La miseria de uno mismo puede resultar, en ocasiones, ensordecedora. Y luego están los sinsabores, los insultos, los escupitajos, el flagelo de la soledad. El de los cuernos se ceba con los mejores y saca toda la artillería.
En los cuentos de O’Connor la gracia se revela al final, violentamente, a través de lo grotesco. Nadie sabe —solo Dios, el único que de verdad todo lo ve— si al final amó. No resulta fácil de digerir. El cura de Ars consoló así a la viuda de un suicida: «Entre el puente y el río se arrepintió». Por don Matteo hemos de rezar a Dios, con el deseo de conmover su corazón de padre.
Una de las formas de la gracia es la verdad. Y la verdad es que los sacerdotes miran con frecuencia al infierno a la cara. Los católicos hemos de saberlo y actuar en consecuencia. Rezar más por ellos. Ayudarles a tejer el tapiz de una vida con sentido, en compañía, en comunidad. Eso significa Iglesia.