Ante el rey, miembros del poder judicial y de otras instituciones civiles, militares y eclesiásticas del Estado, durante la solemne ceremonia de apertura del año judicial, el fiscal general del Estado, siendo muy consciente —como él mismo dijo— de las singulares circunstancias procesales que su intervención tenía en ese lugar y momento, comenzó rezando su particular credo: «Creo en la justicia y en las instituciones que la conforman. Creo en el Estado de derecho, en la independencia del poder judicial, en los principios de legalidad e imparcialidad. Y, por supuesto, creo también en la verdad».
A buen seguro el cardenal Cobo, allí presente, pudo pensar que, aunque no se trataba del credo de los apóstoles, sería deseable que todos creyésemos también en esos mismos principios de justicia a los que se refería el fiscal general del Estado. Y así lo puso de manifiesto en su homilía, durante la Eucaristía que se celebró en la parroquia de Santa Bárbara, destacando que «el respeto al principio de legalidad, la división de poderes, la consideración debida a la magistratura y la independencia judicial son elementos fundamentales no sólo del Estado de derecho, sino del armazón ético por el que debe discurrir nuestra convivencia. Y como nada humano es ajeno a la Iglesia, como pueblo de Dios, estos principios son acogidos y defendidos por ella».
Creer en la independencia del poder judicial y en los principios de legalidad e imparcialidad es absolutamente indispensable para el buen fin de cualquier organización humana moderna. También la presidenta del Tribunal Supremo fue meridianamente clara en su discurso, advirtiendo a todos los poderes del Estado que la independencia judicial es incompatible con cualquier intromisión y, muy especialmente, con dar indicaciones a los jueces acerca de cómo debe aplicarse el ordenamiento jurídico. En suma, creer en la justicia, rescatar la confianza en ella, es la principal misión, frente al agnosticismo (incluso, algunas veces, ateísmo) que la ciudadanía pueda desplegar ante jueces y fiscales, que es uno de los peores males en los que puede sucumbir una sociedad.
La política y las instituciones son las que, con su ejemplo y responsabilidad, tienen que ayudarnos a recobrar esa fe. De la misma manera que son también los propios integrantes del ámbito judicial, particularmente jueces y fiscales, los que deben respetar uno de los principios sagrados a la hora de administrar la justicia, su imparcialidad. En absoluto esta circunstancia anula la posibilidad de que un juez o un fiscal pueda tener unas determinadas convicciones ideológicas, pero siempre que no afecten en modo alguno a la imparcialidad exigida por la norma. Y para ello mantiene toda su vigencia aquel viejo aforismo romano de que «la mujer del César no solo debe serlo, sino parecerlo»; porque quienes ocupan cargos públicos de cualquier índole, no es suficiente que técnicamente ejerzan su profesión de manera adecuada, sino que deben cuidar y mantener una imagen también correcta. Así pareció también entenderlo el cardenal Cobo al invocar la necesidad de actuar con ejemplo y ecuanimidad, «acciones que ponemos delante del Dios de la justicia para que os abrace y ponga alma a vuestros pasos».
Los jueces y fiscales no son un contrapoder de ningún otro y, apelando de nuevo al credo, las sociedades democráticas no pueden funcionar si los ciudadanos no creen en sus instituciones y el único modo de lograr que confíen en ellas es que el conjunto de poderes del Estado cumplan con responsabilidad, respeto y lealtad su función constitucional bajo el único sometimiento que el imperio de la ley. La garantía de que la justicia se administra sin más guía ni órdenes que las estrictamente provenientes del Derecho es la principal fuente de su legitimidad. Lo contrario no solo supone un fallido poder judicial, sino la desaparición del Estado de derecho y, por ende, el fracaso del principio democrático. Ojalá podamos seguir rezando todos ese credo de la justicia y de la verdad en la que el fiscal general del Estado también dice que profesa su fe, que es bien compatible con el credo de los apóstoles, pilar de la fe cristiana. Terminaba recordando el cardenal Cobo las palabras pronunciadas por León XIV subrayando la necesidad de aunar justicia y misericordia porque la justicia, por sí sola no es suficiente: «La misericordia sin justicia sería un sarcasmo y la justicia sin misericordia se convertiría en un cuerpo sin alma, una suerte de hogar gélido sin fuego».