Se cumplen 100 años de uno de los juicios más memorables de la historia. Un profesor de Secundaria, John Scopes, fue acusado de enseñar la teoría de la evolución humana, toda vez que en Tennessee se había aprobado la ley Butler —promovida por el congresista de la Iglesia baptista que dio nombre a la norma— que calificaba de ilegal toda enseñanza que negara científicamente la creación divina del hombre. La batalla legal enfrentó a dos de los abogados más brillantes del momento, pertenecientes a entornos católicos: William Jennings Bryan, que había sido secretario de Estado en la presidencia de Woodrow Wilson; y el procesalista Clarence Darrow, que asumió la defensa del profesor.
Para Darrow, aceptar la teoría de la evolución como una explicación científica válida del desarrollo de la vida no era contraria al hecho de que Dios pudiera considerarse creador último de todo. Bryan consideraba que, en un momento en que la escolarización obligatoria se imponía en Estados Unidos, era preciso aprobar normas que facilitaran un consenso con las comunidades fundamentalistas religiosas contrarias a la creación de centros educativos a los que se obligara a acudir a sus hijos. Scopes fue condenado a una sanción económica simbólica.
El llamado juicio del mono se pone como ejemplo de una contienda legal en la que, a pesar de enfrentar a dos corrientes opuestas, creacionismo y evolucionismo, los abogados hicieron sus correlatos de defensa siendo siempre fieles a los datos, sin traicionar la verdad de los hechos. Un siglo después, estamos viviendo una época en la que los hechos son cada vez más irrelevantes. Y ya no solo es que puedan ser interpretados de maneras opuestas, sino que resulta impune inventarse un dato o negar una evidente realidad porque, desde el momento en que se genera el efecto emocional deseado, defender tu tesis, aun falsa, es sencillamente suficiente.