El oído a los cirios - Alfa y Omega

Cuenta Azorín que en el internado acudían a Misa cada día al romper el alba; lo cual dejó en él «un imborrable sedimento de ansiedad, de preocupación por el misterio, de obsesión del por qué y del fin de las cosas… Yo me contemplo, durante ocho años, todas las madrugadas, en la capilla obscura. En el fondo dos cirios chisporrotean; sus llamas tiemblan a intervalos, con esas ondulaciones que parecen el lenguaje mudo de un dolor misterioso».

En la última hora de la noche, el temblor de la llama anuncia el costoso nacimiento del día. Como si la luz diaria exigiera un sacrificio mortal: no sale el sol porque sí, obligado por una necesidad muda y ciega. ¿Por qué existe algo, y no más bien nada? La gratuidad del mundo que se nos regala cada día hace pensar que alguien ha pagado el precio. En el ritmo cotidiano del tiempo palpita un corazón lacerado por la sombra: late débil en la noche que no consigue apagarlo, porque de él arranca a cantar la voz melodiosa de la creación naciente del día. Lo anuncia el crepitar bailaor de los cirios, que basta para albergar en el interior el fuego de la esperanza: saldrá el sol que nace de lo alto para alumbrar el mundo que la oscuridad nocturna había hecho desaparecer.

Lo saben todos aquellos que compusieron música religiosa. De ahí que Antonio Ríos Rojas haya escrito El oído a los cirios (Cristiandad, 2024). Él mismo hubo de escuchar voluntarioso (fake it until you make it, finge hasta que lo logres) el sonido de las candelas cuando Dios callaba para él: «Mi voluntad pedía fe como lo puede hacer un loco». ¡Dios ha muerto!

En ese largo instante de su historia obtuvo la «fe verdadera, y la música volvió a sonar en mi corazón». Solo quien conoce la muerte de Dios empieza a creer que todo ha salido, no de una nada abstracta y anodina, sino de la aniquilación del Hijo de Dios y su descenso callado al lugar de los muertos. Solo entonces se comprende que la vida es gracia.

Por eso comienza Ríos con el fecundo silencio que entreteje el canto gregoriano. Desde ahí «un poder oculto quiere emerger del fondo» con Debussy, para abrirse a la luz con Schubert. Es la posición confiada del niño que espera a que le muestren, de Ravel. Entonces, el tiempo pasa a ser una puerta abierta a la eternidad, en Bruckner, y el mundo un hogar, en Rautavaara. Allí rige el perdón que suena en Mozart y Bach. Por eso, la fe se pordiosea en la Eucaristía, en Juan Bautista Comes; pues la revelación viene como llegaba la música a los oídos sordos de Beethoven. La vida se juega «entre el todo y la nada» con Tomás Luis de Victoria, donde la vista nublada por la noche puede ver el sí definitivo de Dios al don de la vida, que Mahler escucha en el cirio: «Resucitarás».