Misa funeral por el Papa Francisco en la catedral de la Almudena. Martes 29 de abril
Estos días seguro que todos hemos visto las imágenes de todos aquellos que se despedían de Francisco. Sencillamente fue llevado a hombros a la sepultura, siempre en todo momento arropado por el santo pueblo de Dios.
Él, que nos condujo, que nos apresuró a caminar en sinodalidad y fe. Él, que nos hizo sentirnos en casa dentro de la Iglesia, con nuestras imperfecciones y dudas. Él, que fue aclamado y, a veces, malinterpretado.
Ese fue llevado a hombros del santo pueblo de Dios a la tumba, en la basílica de Santa María, en la esperanza de que la vida no termina. En la confianza de que es Dios quien nos acoge y dirige nuestras vidas y de que siempre —no solo al final— vamos a hombros de nuestros hermanos. Por eso siempre el Papa Francisco pedía rezar por él, sabía que siempre el Papa debe ser conducido por la oración de la Iglesia.
Hoy, como porción de este pueblo de Dios, como diócesis de Madrid, queremos rezar, presentar su vida y acoger su ministerio para que reciba el abrazo del Señor de la Vida y que su servicio quede sembrado entre nosotros.
La liturgia de esta semana de Pascua nos invita a contemplar el diálogo entre Nicodemo y Jesús, una conversación entre un maestro y un buscador de verdad. Es también el reflejo y el espejo de cada uno de nosotros que venimos esta tarde a presentar la vida de Francisco.
Una vez más acudir al Papa, acudir a la Iglesia, es una oportunidad para preguntarnos por lo esencial: ¿Cuál es el sentido de esta Pascua? ¿Cuál es el sentido de nuestra vida? ¿Qué significa vivir desde Dios en medio de un mundo complicado, lleno de apagones de muchas formas? ¿A dónde va nuestra vida que sufre el trance de la muerte?

Por eso, en esta celebración no miramos solo al pasado. Presentar la vida de un hermano nuestro conlleva alzar la mirada para contemplar a dónde nos proyecta la vida —y también la vida de Francisco— no solo como una trayectoria humana, sino como quien nos ha dado testimonio de fe. Porque su vida, como la de Nicodemo, fue la de quien busca a Dios con honestidad entre los apagones de la historia.
Venir hoy a esta catedral es una oportunidad para preguntarnos juntos, cada uno desde donde esté, por el lugar de Dios y a dónde va nuestra vida. Para eso estamos hoy aquí. La Resurrección nos lanza, como a Nicodemo, a mirar más allá y a afrontar la vida de forma esperanzada.
Muchos recordarán al Papa Francisco por su carácter pastoral, su cercanía a los pobres, sus gestos proféticos, su incansable defensa de la paz y su valentía para acometer reformas. Su voz resonó como un eco del Evangelio en sínodos sobre la familia, los jóvenes, la ecología y la sinodalidad misma.

Pero si nos quedamos solo con el análisis social o histórico, nos quedamos cortos. Francisco, como Papa, fue más que un líder visible: fue un testigo en medio del mundo, un testigo de lo invisible. Un hombre de Dios que nos apuntó hacia Dios y nos enseñó a mirar desde los ojos del Espíritu la vida concreta de nuestro mundo. Su vida no se entiende sin la experiencia del Espíritu y sin esa confianza radical en que Dios siempre conduce, inspira y habita.
Francisco caminó entre nosotros como pastor, con las sandalias de Pedro, con sencillez, con una sonrisa franca y con palabras que, a los que le hemos conocido, siempre tocaban el corazón. No necesitaba grandes discursos para hablarnos de lo esencial: la misericordia, la alegría del Evangelio, la ternura de Dios, que tanto repetía. Nos enseñó que la Iglesia no debe ser una aduana, sino una casa con las puertas abiertas, donde todos pueden encontrar consuelo. Nos habló de salir, de ir a las periferias, de no quedarnos en las sacristías o comodidades, sino de llevar a Jesús a los que sufren, a los pobres, a los olvidados.
A la luz del Evangelio de hoy quisiera quedarme hoy tres rasgos que nos invitan a pensar en esta vida que hoy presentamos desde la fe. Son pequeños subrayados del Evangelio de hoy que nos pueden ayudar a acoger esta siembra de este papado.

Por una parte, Jesús, hablando a Nicodemo, nos habla a nosotros de la importancia de «nacer de lo alto, o nacer de nuevo», algo que se vincula a «nacer del Espíritu». Eso ha sido este Papa: un hombre nacido del Espíritu, atento al soplo de Dios, abierto al discernimiento, convencido de que el cristiano debe dejarse guiar por el Espíritu como por un viento que no se sabe a dónde lleva.
Como pastor ha tenido una insistencia: el aprender a discernir y a escuchar juntos la voz del Espíritu en la Iglesia y fuera de ella. Esa fue su apuesta. Y ese es su legado pastoral para este tiempo: ayudarnos a despojar al Evangelio de inercias e ideologías y acogerlo en su sencillez y en su poder.
Acoger al Espíritu es aprender a mirar el mundo con las puras categorías del Evangelio, no con ideologías que quieren suplantarlo. Acoger al Espíritu es acoger la Vida, acoger la salvación y ponerse siempre en actitud de aquel que escucha con humildad y sencillez.

Lo segundo que me gustaría recoger del Evangelio de hoy es la mirada a Cristo. «Así tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga por Él vida eterna». Acabamos de celebrar la Semana Santa. Hace poco más de diez días, el Viernes Santo, mirábamos a este Hijo del Hombre en la cruz.
La cruz es el centro. Francisco no habló de ella desde el trono, sino que la cargó en nombre de los pobres y los marginados, de los inmigrantes y de los invisibilizados, hasta al final en su enfermedad, en su fragilidad, en su silencio. Sus gestos nos apuntaron a Dios desde la realidad de las periferias: todos conocemos sus abrazos a los descartados, sus visitas a los márgenes, su presencia en soledad durante la pandemia.
Toda vida en el Espíritu ha de ser signo que apunte a Dios. Pues bien, si a esto estamos llamados todos, no cabe duda de que un Sumo Pontífice está llamado más aún. Por eso se ha convertido Francisco precisamente en lo que el nombre dice: pontífice, puente; un puente cuya vida, cuyas palabras y cuyos gestos apuntan hacia Dios, que es el que inspira nuestros pasos.

Hay imágenes que se han repetido estos días en los medios. Pero el creyente no se queda solo en las imágenes, sino en el Dios al que el gesto apunta: los abrazos a tantas personas en situaciones de absoluta vulnerabilidad, que apuntan al Dios compasivo; la acogida incondicional a tantas personas etiquetadas en distintos ámbitos, que apuntan al Dios misericordioso.
Francisco nos ha apuntado a Dios y a la cruz con su vida y su mensaje. Mirar a lo alto, con los pies en la realidad, es lo que nos hace ser juntos una Iglesia en salida. Nos ha recordado, desde el inicio de su pontificado, que la Iglesia no es una fortaleza ni un tribunal, sino un refugio para los que buscan sentido, un lugar donde la fragilidad humana no es condenada sino abrazada, donde es posible vivir el Evangelio haciendo de la Iglesia un lugar para todos —recordamos aquel «todos, todos y todos»—, todos los que se dejan tocar por Jesús.
En un tiempo en el que a nuestro mundo le cuesta mirar a Dios y parece no tener oídos ni corazón para la sensibilidad del Evangelio, el Papa Francisco ha querido transmitir a la Iglesia la misión de mirar a lo alto sin perder la mirada en lo que sucede. La Resurrección, que ahondamos esta Pascua, no es salir de la tierra, sino aprender a ver a Cristo entre las llagas de nuestro mundo. Esa fuerza es imparable, hasta el punto de que, por medio de la gente buena que hemos conocido, brota algo nuevo que tarde o temprano dará fruto. La misión evangelizadora de la Iglesia cuenta con esta esperanza y halla en esta esperanza el estímulo para, humildemente, ponernos juntos al servicio del Dios y su Reino.
Mirar a lo alto. Ser la Iglesia que hemos escuchado en la primera lectura es celebrar, en tercer lugar, que la muerte no es el fin, sino un paso. Así lo hemos sentido estos días. Francisco ya ha dado ese paso. Nosotros quedamos con su testimonio como Papa y con la tarea de dejarnos guiar por el Espíritu, caminando en sinodalidad, y apuntando con nuestras vidas al Dios que da sentido a todo.
Evangelii gaudium dice algo muy fuerte: «La Cruz no es un accidente en la vida de Jesús, ni tampoco en la nuestra». Aceptar nuestras cruces diarias es un modo de unirnos a su muerte para, como dice Pablo, ser también partícipes de su Resurrección. Si morimos con Cristo, viviremos con Él.
Con esta esperanza todos nosotros nos preparamos para afrontar el futuro, el futuro de la Iglesia. Francisco se ha dado para la Iglesia. Se ha entregado para señalarnos dónde mirar. Como Nicodemo, supo buscar a Dios en la noche del mundo. Como Pedro, lloró por la Iglesia y la amó hasta el final. Como Jesús, nos lavó los pies con su servicio humilde y con su sonrisa.
Cuando el grano de trigo ha sido enterrado le decimos adiós, pero también gracias. Gracias porque creyó, esperó, amó y nos mostró que la vida cristiana vale la pena cuando se vive de verdad, de rodillas y con las manos en los demás. Ha sido para esta humanidad deshumanizada, como vimos en su funeral, un líder espiritual para un mundo convulso, y para los pobres de la tierra. Lo ha sido por su fidelidad y por su libertad a la hora de dar luz a quienes la necesitaban.
Querido Francisco, ahora estás con Aquel a quien tanto amaste. Nosotros seguiremos caminando como Iglesia, como tú has querido que lo hiciéramos: con alegría, con sencillez y confiando en el Dios que nunca deja de perdonar.
Descansa en paz, hermano. Y sigue rezando por tu Iglesia —también por tu Iglesia de Madrid que tanto querías— desde el cielo. Feliz Pascua de Resurrección, querido Papa Francisco.