Me ha entusiasmado El tiempo regalado, un ensayo sobre la espera escrito por Andrea Köhler y publicado en España por Libros del Asteroide. La autora alemana cultiva un género que bascula entre lo poético y lo filosófico, entre lo lírico y lo reflexivo. Nos redescubre viejas verdades que, agitados, inquietos, espasmódicos, hemos dejado de vivir y enaltece la belleza de un fenómeno incomprendido e indeseado. El hombre contemporáneo, embriagado por la ficción de la disponibilidad, impacientado por la inmediatez taumatúrgica del dispositivo, ni comprende las esperas ni las quiere. Constituyen para él un tiempo muerto. Las juzga como el desagradable interregno entre dos quehaceres, como una molesta, opresiva, suspensión de la actividad. Una vida feliz equivaldría a una vida performativa, en la que la sola formulación del deseo ya implicase también, mágicamente, su consecución.
No obstante, pese a mi entusiasmo, discrepo de una de las afirmaciones de Köhler: «No es lo mismo esperar que tener esperanza. La esperanza está del lado del futuro; la espera está atrapada en el instante. Uno tiene esperanza, uno confía en que ocurra esto o aquello, quizá no de inmediato, pero muy pronto. Cuando uno espera, en cambio, permanece en un estado de continua presencia, espera que algo que sucede en aquel momento pase, aunque quizás no pase nunca».
La tesis de Köhler es que la espera y la esperanza no tienen nada que ver porque la espera se refiere al presente y la esperanza al futuro. ¿Se equivoca entonces la lengua española, que contempla un solo verbo para esos dos sustantivos? El acto de la espera y el de la esperanza se designan con el mismo término: «esperar». San Agustín, inquieto hasta que descansase en el Amado, «esperaba». Agustín, inquieto porque su amante se ha retrasado una hora, también «espera». ¿Vincula ilegítimamente nuestro idioma dos fenómenos diversos? O, por el contrario, ¿cabe pensar en una sinonimia donde Köhler apenas percibe una relación homónima?
Yo parto de la premisa de que quien tiene esperanza espera y, a diferencia de nuestra autora, de que quien espera tiene esperanza. ¿Acaso el hombre esperanzado no aguarda el cumplimiento de una promesa, el gozo de un bien que se pretende? ¿Acaso el que aguarda no tiene la esperanza de que una belleza —mi amigo, la alborada, mi mujer— advenga? En ambos casos, el futuro irrumpe en el presente para infundirle sentido. Tanto el hombre esperanzado como el hombre que espera viven atraídos por una promesa —un café, unos análisis, la bienaventuranza eterna— que habrá de realizarse. En ocasiones a ambos les pesa el instante («¡vivo sin vivir en mí!») porque está preñado de futuro.
Se podría objetar que quien espera no siempre espera un bien. También se aguarda en el corredor de la muerte, con la certeza de una próxima ejecución. Lo mismo en la ladera de un volcán, con la lava gorgoteando a unos pocos metros. En estos contextos se esperaría, pero no se tendría esperanza; se aguardaría lo inevitable, nunca se esperaría lo deseado. Sin embargo, pese a las apariencias, es al filo de la fatalidad donde, a mi juicio, germina una esperanza más profunda: la que no espera un bien previsible, sino uno imposible; la que no se deposita en la razón, sino en el milagro. «Lo cierto es que la esperanza tiende una pasarela sobre un abismo al que la razón no se atreve a asomarse. La esperanza percibe un armónico para el que la razón es sorda», dice Byung Chul-Han. El hombre esperanzado aguarda un prodigio que altere el curso normal de los acontecimientos, un toque de varita que interrumpa su caída al vacío. También en el riesgo, quien espera, espera.
Vemos que las esperanzas más firmes arraigan en la antesala del patíbulo, cuando el corazón se contrae y las piernas tiemblan, justo antes de que la tragedia se consume. ¿Puede ser que la esperanza mengüe hoy porque no se toleran las esperas? ¿Y que no se toleren las esperas porque la esperanza ha menguado? Tal vez la nueva escatología deba fundarse en la paciencia, la virtud teologal en la natural. Acaso para esperar haya, en fin, que esperar.