Ganaste el partido
Querido Francisco: ahí estás, caminando, por fin, después de tanto dolor; después del pecado de tantos que te juzgamos, cuánta incomprensión ha tenido tu pontificado entre aquellos que no pasan hambre, que no conocen la violencia más que en libros y tuits
Esta es la historia de un joven rico, el mayor de siete hermanos, que desperdiciaba la vida. Se llamaba Giovanni di Pietro di Bernardone y nació en 1180. Su padre era un comerciante de telas y ganaba muchísimo dinero. Su primogénito lo derrochaba en correrías y juergas. Eso sí, a los 18 años no dudó en irse a la guerra contra el Sacro Imperio Romano Germánico. Siguió peleando en varias batallas más, estuvo preso cerca de un año —me imagino al padre rico, retorciéndose las manos mientras se preguntaba qué he hecho mal con este muchacho— y, finalmente, en 1225, comenzó un camino de conversión. Se casó, aquel hombre, con la pobreza. Renunció a los lujos con los que había vivido hasta entonces. Un día escuchó, delante del crucifijo de la capilla de San Damián: «Francisco, ¿no ves que mi casa se está derrumbando? Ve, entonces, y restáurala».
Marzo de 2013. Jorge viaja a Roma. Quiere regresar pronto a Buenos Aires. Nunca lo haría. Renunció a su nombre, como Giovanni, y, con él, se puso Francisco.
Jorge murió aquel día y Francisco lo ha hecho este pasado lunes. En la imagen vemos al Santo Padre en el último viaje, cuya orilla final tan solo se nos presenta como un hermoso misterio. Allá va, después de una vida larga y fecunda; allá va, caminando despacio, despojándose de los dolores agudos de los que nunca se quejó. «Ofrecí al Señor el sufrimiento que se hizo presente en la última parte de mi vida por la paz mundial y la fraternidad entre los pueblos», dejó escrito en su testamento, ahora desvelado.
Ahí está su cuerpo, él viaja con Él, hacia Él, al encuentro con el Padre, que le encomendó restaurar su Iglesia. Dos Franciscos para una misma misión. Porque la Iglesia siempre está a punto de romperse, es su estado natural, y por eso es eterna.
«Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal, de la cual ningún hombre viviente puede escapar». Lo escribió Francisco de Asís, que hizo el viaje final con serenidad, tan sencillamente como vivió. Nuestro Francisco salió el día antes de morir al balcón, su misión era mostrarse, que viéramos el rostro sufriente de alguien que mira el dolor como lo que es: una puerta. Que nos conduce, curva a curva, que nos va configurando en Cristo, que nos abraza desde la cruz.
Morirse es poner un espejo para reflejar en él lo vivido. En el caso de Francisco: su llamada a una Iglesia que mire a las periferias y que no sea autorreferencial; una casa en la que cabemos todos. Todos. Todos. También tú. Tengo en mi despacho una lámina que reproduce un cuadro de Zurbarán titulado San Francisco arrodillado con una calavera en las manos. En él, el santo mira al cielo, con una mano se toca el corazón y, con la otra, acaricia un cráneo. Acariciar la muerte, contemplarla, recuperar su presencia en medio del mundo, quizá no haya mejor manera de recuperar la esperanza. Y hacerlo poco a poco hasta el final, acabar despacio, como termina La Pasión según San Mateo de Bach, con un silencio estremecedor.
Querido Francisco: ahí estás, caminando, por fin, después de tanto dolor; después del pecado de tantos que te juzgamos, cuánta incomprensión ha tenido tu pontificado entre aquellos que no pasan hambre, que no conocen la violencia más que en libros y tuits. Camina, en paz, sencillamente, como viviste. Recuerdo ahora eso que dijiste en una entrevista en 2015: «A mí me gusta decir que la vida es un partido. Las situaciones hay que atajarlas… La vida hay que tomarla como viene. El partido hay que jugarlo».
Lo ganaste, Santo Padre, lo ganaste.