El mes de julio ha olvidado sus orígenes latinos. Es una ironía que en sus 31 días se desvanezca nuestro irrefrenable impulso por pensar en el Imperio romano. Como si ya nadie necesitase dar peso eterno al paso del tiempo con la grave memoria del emperador Julio César.
Julio Iglesias impera en la etimología del mes. No es un capricho de la homonimia, sino un ajuste de la historia. El tiempo se nos va de todos modos y el verano es el maestro del escapismo. Pero con la ligereza musical de Julio Iglesias hemos aprendido a valorar la suave fuga de los días: «He sido muy dado a la superficialidad», confesó el cantante; pero «su superficialidad al final nos ha hecho a todos más ligeros», como le ha reconocido Ignacio Peyró en El español que enamoró al mundo (Libros del Asteroide). No en vano, el segundo mes del verano tiene para nosotros esa forma sutil que adquieren las cargas cuando huelen a mar. En julio viste la arruga del lino, porque es el mes en que la imperfección de nuestras vidas pierde su gravedad para volverse liviana y hermosa a la luz de lo que está por venir.
Desearíamos que esta ligereza aliviase el resto del año. Que fuera Julio siempre. Vivir las penas en «la carretera», que las culpas del truhán no desdigan la dignidad del señor. Que la vida siga igual. Así parece haber vivido el cantante. Peyró no se deja ningún tono en el tintero: su biografía tiene el claroscuro inevitable, aunque tanta gloria genere la sensación de mayor contraste. Pero del conjunto se desprende un ritmo esperanzador. Su ingravidez no es dejadez, sino gracilidad. Vuelo alto. Hay algo que sale a flote y canta, incluso en lo más oscuro de nosotros. «Siempre hay por qué vivir, por qué luchar; siempre hay por quien sufrir y a quien amar». Hay una afirmación fácil de la vida que se sobrepone en el barro de todas nuestras miserias y rima con lo más alegre y verdadero. Iglesias siempre está a punto de aferrarlo.
Por eso, apoyado en esta idea de Peyró, debo criticar una de sus conclusiones. Esta superficialidad no desiste de cambiar el mundo para «limitarse a hacer feliz a la gente en las bodas». Precisamente, en la alegría simple de ferias y banquetes revolotea la posibilidad del cambio: con el paso ligero de quien no se deja arrastrar por las culpas pasadas, pero tampoco se ahoga en el vacío de la irresponsabilidad. Al filo de la inmoralidad y la insubstancialidad, de la horterada y la irrelevancia, en lo liviano está la posibilidad de la historia: en el sutil espacio que se abre entre el fatalismo del pasado y del destino se mueve la libertad que puede «bailarlo todo». No en vano, cuando nos sentamos a la orilla del mar con un vermú helado en la mano todo puede volver a comenzar.