Ella no se arredra ante la mayor dificultad que una madre puede enfrentar en su vida: la grave enfermedad de un hijo. Ella, desde que conoció la noticia, hace ya muchos meses, se ha entregado en cuerpo y alma a buscar todas las posibilidades humanas —y divinas— para curar a la carne de su carne y para escuchar, al menos un día, una buena noticia tras la fría mesa de la oncóloga del hospital. Ella se ha leído todos los libros posibles sobre nutrición y se afana cada día en variar la dieta, equilibrando los pequeños placeres con la necesidad. Ella se ha estudiado todos los informes y ha pedido opiniones nacionales e internacionales, porque no le vale un «no» por respuesta —«es la vida de mi hijo»—. Ella duerme con una mano sobre la frente de su niño, por si le da reacción la medicación, le sube la fiebre y hay que salir corriendo a urgencias. Ella sonríe con amargura, pero sus ojos se llenan de esperanza cuando él bromea o pasan un rato divertido en familia. En ocasiones, ella ríe con el corazón alegre también, sostenida por una legión de ángeles que comparten su cruz a horas y a deshoras. Ella llora a escondidas y entre las manos de su hermana. Ella tiene esperanza. Ella persevera.