Nunca había reparado en el concepto de plenitud, literalmente, según la RAE, «algo que ha sido llenado en su totalidad» y, quizá, lo que más anhelamos los seres humanos en nuestra búsqueda diaria, aunque nunca le pongamos ese nombre. Estar pleno es mucho más que ser feliz, al menos como hoy entendemos, por desgracia, la felicidad: esa pseudointención de gustirrinín diario en el que las experiencias nos colmen aquí y ahora y las podamos contar por redes sociales. Es mucho más que estar sereno, con la cuenta corriente llena de ahorros y salud en la familia —que no es poco—. Es mucho más que haber encontrado nuestro lugar en el mundo, girando la cabeza cada mañana al despertar y sabiendo que ahí está el hogar. Es mucho más que tener sentimientos recíprocos, muchas veces confundidos con los caprichos. La carta de san Pablo a los colosenses habla de que Dios quiso que en su Hijo residiera toda la plenitud, y ya nos da la clave de cómo llenar en totalidad nuestro corazón. Que no es otra cosa que mirar al cielo, en cada circunstancia de la vida, en lugar de mirar al suelo, y amar al prójimo desde la gratuidad, como a uno mismo.