Llegué a The Chosen casi obligado, debido a la fiebre que generaron las primeras temporadas de esta serie que estrena en cines un episodio doble, La Última Cena. De una campaña de crowdfunding a las salas de cine de medio mundo. Detrás de ese éxito no puede haber solo un fervor religioso, pues un alto porcentaje de sus seguidores no son creyentes; y no es de extrañar. En un mundo de producciones cada vez más grises, cada vez más cínicas, irrumpe una serie que es pura luz y que da razón de la fe de tantos. Mi hipótesis es que ha resonado en los deseos más profundos de sus espectadores, esos deseos imposibles de acallar, porque son constitutivos de nuestra humanidad.
Recuerdo perfectamente el día que empecé a ver esta producción, con reconocido escepticismo. Recuerdo como si fuese ayer la profunda conmoción ante unas historias que conocía de haber leído el Evangelio decenas de veces… y, pese a recordarlas de memoria, no podía dejar de mirar fascinado cómo se desplegaban ante mí, de una forma nueva; como si las estuviese viviendo yo; como si hubiese viajado dos milenios y presenciase esa primera pesca milagrosa con Pedro, la vocación de Mateo, la curación del paralítico…
Quedé prendado de esta serie porque los desenlaces de esas historias, tan conocidas, provocaban lágrimas en mis ojos absortos; como si yo mismo fuese uno de los elegidos, como si estuviese experimentando en primera persona lo mismo que transformó la vida de los apóstoles y el discurrir de la historia humana. Esta conmoción se debe —es mi hipótesis— a una labor magnífica de los guionistas y de los actores, que consiguen acercar las escenas al mundo actual. Y por eso resuenan en tantos que, sin ser conscientes quizá hasta entonces, llevan buscando toda su vida lo que ahora ven sus ojos: a Jesús de Nazaret. A la caridad hecha carne. A Aquel que sigue existiendo hoy, no como recuerdo sino como presencia viva.