Un Pontífice príncipe y mendigo - Alfa y Omega

Uno de los arquetipos más recurrentes en la narrativa occidental moderna y contemporánea es el del rey, príncipe o princesa que se escapa de su palacio para aventurarse a conocer el mundo real. Desde El príncipe y el mendigo, de Mark Twain (1881) hasta la Jasmín del Aladdín de Disney (1992), pasando por la fantástica novela El rey Matías, de Janusz Korczak (1922), o la mítica película Vacaciones en Roma (William Wyler, 1953), han venido gozando de gran éxito comercial las historias de las incursiones de los poderosos al exterior, en las que, tras sufrir en sus propias carnes los infortunios de los más desfavorecidos, regresan a sus palacios transformados, más compasivos y sensibles hacia las injusticias y las necesidades de la gente corriente.

La fortuna de este cuasi subgénero literario se debe tal vez a la intensificación y generalización de la sensación de que los de arriba viven encerrados en burbujas, despreocupados de los sufrimientos de los de abajo. Este fenómeno corre en paralelo con una inquietud cada vez más obsesiva en los gobernantes: no perder el pulso de la calle, no caer víctimas de ese peculiar síndrome que afecta a los políticos, que en España conocemos como «monclovización».

«La verdadera realidad se ve desde la periferia. […] La periferia nos hace entender el centro. Si vos querés saber lo que siente un pueblo, andá a las periferias. Las periferias existenciales, no solo las sociales. […] Andá a donde se juega el día a día Y para mí esa es la clave: una política desde el pueblo». La insistencia del Papa Francisco en salir a las periferias en busca del pobre y del necesitado no era una pose pauperista ni un gesto de condescendencia: nacía de la meditada experiencia de que el príncipe (princeps, el primer ciudadano) solo puede ser tal, y no degenerar en autoritarismo o dominación, si antes es mendigo (mendicus, el pobre que pide limosna de puerta en puerta); es decir, si conoce y siente como suyos los dolores y las alegrías de su pueblo.

Este es el motivo por el que Francisco no se cansaba de insistir en que el pastor debía oler a oveja, en que se empapara de la vida del pueblo al que sirve: «Despojaos de vosotros mismos, de vuestras ideas preconcebidas, de vuestros sueños de grandeza, de vuestra autoafirmación, para poner a Dios y a las personas en el centro de vuestras preocupaciones cotidianas. Para poner al pueblo santo y fiel de Dios en el centro hay que ser pastor». 

En este sentido, la consideración de las periferias no es un esteticismo ni una romantización de la injusticia, sino que es iluminadora y profética: «De todos se puede aprender algo, nadie es inservible, nadie es prescindible. Esto implica incluir a las periferias. Quien está en ellas tiene otro punto de vista, ve aspectos de la realidad que no se reconocen desde los centros de poder donde se toman las decisiones más definitorias».

Esta especial atención de Francisco hacia el clamor del pobre no era una manía suya, una sublimación de su sensibilidad, sino una profundización en el magisterio de sus antecesores, en especial el de Benedicto XVI, quien repetía la idea de que «a menudo, para el hombre la autoridad significa posesión, poder, dominio, éxito. Para Dios, en cambio, la autoridad significa servicio, humildad, amor; significa entrar en la lógica de Jesús que se inclina para lavar los pies de los discípulos». 

Francisco, príncipe y mendigo, a través de su radicalización evangélica, ha dado continuidad a procesos puestos en marcha desde el Concilio, que conectan, de manera audaz y creativa, con uno de los núcleos más vivos de los signos de los tiempos: la inquietud que revela la tradición narrativa que mencionaba al principio. «¿Qué expresa el grito del pobre si no es su sufrimiento y soledad, su desilusión y esperanza? ¿Cómo es que este grito, que sube hasta la presencia de Dios, no consigue llegar a nuestros oídos, dejándonos indiferentes e impasibles?».