En un debate en el que he participado recientemente, una persona se quejaba de que la Iglesia (especialmente sus autoridades) no fuese más constante en denunciar la mentira en todos los ámbitos: la política, la cultura, los medios de comunicación… Es una queja latente, como si a los pastores de la Iglesia les faltase arrojo en este momento difícil. No es descartable que eso suceda en ocasiones. Sin embargo, me parece un error entender la defensa de la verdad como un machaque continuo de proclamas. No olvidemos que la verdad solo puede ser acogida a través de la libertad de cada uno. Hay circunstancias en las que se hace necesario un pronunciamiento público sobre cuestiones decisivas para la convivencia, pero la forma primera de anunciar la verdad es vivirla.
A veces pienso que no terminamos de tomar conciencia de que muchas verdades sobre lo humano, proclamadas por la Iglesia, han dejado de ser evidentes para gran parte de nuestros conciudadanos, y eso no se resuelve multiplicando cansinamente juicios condenatorios. Para las gentes que se topaban con los cristianos en los primeros siglos, las verdades sobre la dignidad humana, sobre el matrimonio, sobre la acogida al extranjero o sobre el perdón a los enemigos se iban desvelando a través del testimonio de vida. En algunas ocasiones, ciertamente, los obispos polemizaron con aspectos de la cultura de aquel tiempo, pero haciendo referencia siempre a una vida que podía ser encontrada en las plazas, en los mercados, en la ciudad común. No confundamos la valentía en profesar la verdad con una especie de apisonadora moral. La Iglesia es una vida que se ofrece, con paciencia, a la razón y a la libertad de todos. Y eso incluye proponer la cultura nueva que nace del acontecimiento de Cristo. Pero en lo que no se puede convertir la Iglesia es en una oficina de reproches.